Francisco Javier Pérez (o Javier Pérez, como se define él) es un prolífico escritor con novelas tan interesantes como La espina de la amapola, que habla de los primeros años del nazismo y uno de sus protagonistas es Hermann Goering. Además, hace muchos años coincidí con él en León (otro más) porque es amigo de mi hermano José Luis y fue el editor de Campus y de un periódico muy cañero (de un sólo número) llamado El Artillero (daba cera cosa fina, y fue un divertimento). Tiene más novelas y escribe un montón de páginas web sectoriales, con las que gana su dinerito en Internet. Da la casualidad de que encontré este artículo suyo en el blog de otro amigo mío, Antonio María Turiel (que tiene un cargo directivo en el Instituto de las Ciencias del Mar de Barcelona) llamado The Oil Crash y del que extraeremos alguna que otra cosa para este blog porque el fin del petróleo conlleva, como supondréis, conflictos bélicos. En fin, os dejo aquí a Javier con su concepto del lebensraum moderno.
'Lebensraum': el regreso de un concepto siniestro
Las sociedades agrícolas lo tenían muy claro: la riqueza provenía de la tierra, y la posesión de tierras, o su control, determinaba el poder de un señor feudal o de una nación.
A medida que fue pasando el tiempo, este concepto perdió importancia a favor de otras formas de riqueza y así surgieron fenómenos como el de Génova, que sustentaba su poder en la banca más que en las tierras, pero sin perder de vista la verdadera raíz de la riqueza.
Pero fue en el siglo XIX, con la aparición de una serie de factores económicos y sociales cuando el concepto del espacio vital (lebensraum en alemán) cobró su mayor importancia. Ni puedo ni pretendo ser exhaustivo en esta materia, sobre la que se han escrito verdaderos cargamentos de literatura, pero sí me gustaría aproximarme, siquiera mínimamente, al nuevo paradigma que surge a principios del XIX.
Tras la derrota de Napoleón en Waterloo, el siglo XIX plantea tres desafíos:
- La industrialización.
- El inicio de los movimientos nacionalistas.
- Una gran explosión demográfica.
Me encantaría hablar de la industrialización, con sus problemas sociales, urbanísticos y de recursos, o más aún de lo que supone el auge del nacionalismo y el ideal romántico, pero me temo que no es ni momento no lugar para ello y tendré que centrarme en la población.
Según podemos ver en la gráfica que viene a continuación, la población europea pasa de 170 millones en 1810, a 420 millones de habitantes en 1900. Hablamos, por tanto, de un incremento demográfico del 147%.
Los hechos no hacían sino confirmar en parte el modelo de Malthus que, años antes, concretamente en 1798, había predicho que el crecimiento de la población sería superior al de la producción de alimentos, lo que conduciría a una gigantesca hambruna.
¿Y qué fue lo que se hizo para evitarlo? Muchas cosas, pero una destaca entre todas ellas: el colonialismo.
A lo largo del siglo XIX, y especialmente en su segunda mitad, las potencias europeas se lanzaron sin pudor alguno a la conquista de nuevos territorios con la simple intención de esclavizar a sus gentes, esquilmar sus recursos y obtener provecho inmediato, pero sin voluntad alguna de incorporarlos a sus naciones. Esa última característica es la diferencia fundamental entre colonialismo e imperialismo, por cierto, pero esa es otra historia.
Los partidarios del colonialismo se dividían entre los que simplemente hablaban de la necesidad de esos recursos para mantener a la población propia y los que buscaban pretextos que justificasen su actividad.
Entre los primeros, cabe destacar a los alemanes (especialmente Friedrich Ratzel, que acuñó el término lebensraum) y los norteamericanos, que se expandieron hacia el Oeste de su propio país simplemente porque ansiaban esas tierras y no aceptaban que los nativos tuviesen derechos sobre ellas.
Entre los segundos, hay que contar a británicos, franceses, belgas y holandeses, que además de alegar motivos económicos y de prosperidad generaron toda una mecánica de argumentos racistas que afirmaba que los habitantes de las tierras colonizadas eran bestias inferiores a las que se les hacía un favor civilizándolas.
Así las cosas, cada cual consiguió su espacio vital como pudo, y así se sostuvo la imparable galopada del aumento demográfico y del desarrollo económico: materias primas casi gratis, mano de obra casi gratis, tierras sin apenas límites.
Por supuesto, la fiesta tenía que detenerse en algún momento, y fue precisamente por el reparto de estas colonias por lo que surgieron los conflictos: los países que llegaron a tiempo se repartieron lo mejor, mientras que los países recién creados, como Alemania (no se funda como tal hasta 1870) o Italia (fecha similar) se quedaron prácticamente sin nada. El reparto de las colonias, los mercados y las rutas comerciales, mucho más que las desavenencias políticas, fue lo que desencadenó la fatídica Primera Guerra Mundial.
Como era esperable, los que tenían colonias y acceso a recursos, ganaron. Y los que no, perdieron. Al final de la guerra, y a pesar de la mortandad que trajo consigo el conflicto, la población alemana seguía siendo insoportablemente alta para un país sin colonias. El Tratado de Versalles impuso además una serie de restricciones económicas destinadas a reducir la población, aunque fuera mediante el hambre. Estas políticas ya habían funcionado en otros lugares y en otras épocas, y se esperaba que diese sus frutos en pocas décadas. Pero en el caso alemán la cosa resultó ser un poco más complicada: Alemania no aceptó la situación y como, textualmente, “no se puede hacer esclavo a un pueblo que sabe morir”, veinte años después de acabar la Primera Guerra Mundial, empezó la Segunda Guerra Mundial, mucho más grave y cruenta que la anterior. De nuevo, el motivo de fondo era el lebensraum, aunque esta vez los alemanes no querían un trozo de África o Asia, sino de Europa.
Loa alemanes volvieron a perder, pero en esta ocasión se llevaron por delante a todos los demás, rompiendo la baraja. Gran Bretaña y Francia perdieron sus colonias en pocos años, al igual que Holanda y Bélgica. El colonialismo, como sistema, estaba acabado.
A partir de ese momento llegó el desarrollo, el boom de la energía barata, nuevas explosiones demográficas y la revolución verde, que multiplicó enormemente la capacidad de producción de alimentos. Las mejoras sanitarias y de infraestructuras se extendieron a los países más pobres y esta que veréis aquí abajo es la gráfica resultante de la población:
Desde el año cero hasta 1800, el crecimiento es moderado. Luego, en doscientos años, la población se multiplica por seis. Las previsiones para el futuro, vistas con más detalle, y mostrando el tremendo poder del crecimiento exponencial, serían más o menos como aparecen en la gráfica siguiente:
En esta ocasión, lo mismo que el día que me dio por calcular una proyección para los precios futuros del petróleo, soy perfectamente consciente de que esta evolución puede ser frenada por su propio peso, es decir, por la carga que supondría un nivel de población como el descrito en la gráfica.
En The Oil Crash ya se ha hablado en extenso de las probables consecuencias de estos aumentos demográficos y de lo que pueden ser las guerras del hambre, así que no repetiré los mismos argumentos de Antonio María Turiel.
Lo que sí me parece necesario es incidir en el problema de la tierra como espacio vital, o Lebensraum, un concepto que va a regresar con toda su crudeza a medida se complique la producción de alimentos.
Si hablamos a nivel global, resulta que la cantidad de tierra cultivable es finita, más que nada porque el planeta es redondo, y no es tan difícil de calcular la superficie de una esfera. Los datos son más o menos como siguen:
La Tierra dispone de 148 millones de kilómetros cuadrados de tierra emergida.
De estos, 31 millones de kilómetros cuadrados son tierra cultivable, aunque esta superficie desciende a un importante ritmo, debido a multitud de factores de los que ya se ha hablado aquí y de los que sin duda seguiremos hablando. Aceptemos, de momento, que la pérdida de tierras cultivables es del 0,3% anual.
Así las cosas, y combinando estos datos con las gráficas de antes, tenemos que en estos momentos cada ser humano dispone de 4.430 metros cuadrados de tierra cultivable.
Para 2018, y aun dando por buenas las promesas de los que dicen que se pueden recuperar tierras que compensen las pérdidas de superficie cultivable (lo que es de un optimismo exultante), tendremos 3.875 metros cuadrados de tierra cultivable por persona.
En 2025 tendríamos 3.445 metros cuadrados, y así sucesivamente.
Con esta evolución, vemos claramente que la tierra se convierte nuevamente en un bien escaso. Por mucha revolución verde que impulsemos, por mucho que sigamos incrementando el rendimiento por hectárea, hay un hecho insoslayable: la disponibilidad de tierras cultivables será un facto clave en los próximos años.
La agricultura, y más la intensiva, es tremendamente dependiente del petróleo, ya sea por los combustibles necesarios para la mecanización de las explotaciones intensivas o ya sea para la regeneración de la tierra con fertilizantes. Si tenemos claro, y aquí lo tenemos, que la producción de petróleo no se va a incrementar mucho en los próximos años (ya es optimista decir que se mantendrá), la lucha por la supervivencia se trasladará a controlar la tierra cultivable.
La lucha, como en el siglo XIX, y gran parte del XX, estará de nuevo en el lebensraum.
El regreso del Lebensraum lo podemos ver ya a día de hoy en la competencia por los recursos mineros y en las enormes compras de tierras cultivables que China está realizando en África. Pero cuando se trata de tierra y de comida, comprar recursos no sirve de nada. Y eso no sólo es aplicable para los países sino también para nosotros. Permitidme, pues, que concluya describiendo lo que es el lebensraum, de manera realista:
El registro de la propiedad es un mero formalismo de gente civilizada y no genera ningún derecho efectivo en sí mismo. Hay que entenderlo de una vez: la tierra es la que creó el registro, y no el registro el que creó la tierra. La inviolabilidad del domicilio no surge de la constitución y de las leyes, sino que se origina en el padre de familia, con un hacha, plantado a la puerta de su casa en compañía de sus hijos. Las leyes, que son posteriores, simplemente regulan ese hecho.
El lebensraum, por tanto, no es la tierra cultivable a la que un pueblo tiene derecho para alimentarse, sino la tierra que es capaz de conquistar y defender de manera efectiva. Mientras el alimento sobra, esa porción es negociable. Cuando el alimento falta, la negociación reduce sus márgenes hasta llegar a la terrible disyuntiva del tú o yo.
El regreso del lebensraum como concepto supone el fin de los mundos arcoíris, donde había para todos, más o menos, para volver a la vieja dialéctica de quién puede vivir y quién no. Las sociedades capaces de defender y mantener su territorio, podrán sobrevivir, y el resto tendrá que desaparecer.
Por eso empecé con una larga introducción histórica: el lebennsraum, más que un concepto económico, se ha mostrado casi siempre como un concepto militar, y esta vez no va a ser la excepción.
La supervivencia no va a ser solamente una cuestión de saber cultivar con menos, de construir granjas biológicas y de crear redes sociales de proximidad, sino también y sobre todo de conseguir la capacidad militar de defender esa producción y esas granjas. La fuerza productiva sin capacidad de defensa no sirve de nada, salvo para alimentar a otros mientras los tuyos pasan hambre.
¿Es eso lo que queremos? No lo creo.
La población, sin embargo, no cesa de crecer, y el espacio disponible se mantiene constante o incluso decrece por las consecuencias ambientales de la explotación humana. Decir que hay que reducir la población es un hermoso eufemismo para decir, en realidad, que sobran varios miles de millones de personas. Esperar simplemente a que se mueran o nos muramos de viejos no parece haber funcionado hasta ahora, y es un proceso demasiado lento para confiar en que aporte un remedio efectivo si la escasez de energía, u otros factores, reduce la producción de alimentos en un momento dado.
Con semejante premisas, el concepto de lebensraum regresará más temprano que tarde simplificando todas las preguntas.
-De lo que tienes, ¿cuánto puedes defender?
-De lo que necesitas, ¿cuánto puedes obtener?
-Si alguien sobra, ¿quién debe morir?, ¿el otro o tú?
Tener claras o no las respuestas es lo único que marcará la diferencia. Realpolitik, le llamaron siempre a esto.
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Este artículo proviene del blog The Oil Crash (entrada original, aquí)
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